Recuerdo bien que su cabello resultaba inconfundible. Era rojo y rizado como el de mis hermanas, pero su cadencia tenía algo particular, no se parecía a ningún otro que haya visto antes.
Era menester encontrarnos los fines de semana; coincidíamos en los tendederos de la vecindad. Ella tendía la ropa siempre tarareando alguna canción que yo nunca lograba atinar, mientras yo tallaba el único suéter que tenía, el que me había regalado mi novia; ella misma lo había tejido y le había zurcido una etiqueta que decía “Te amo”.
Candelaria, o “Cande”, como insistía en que la llamara, estaba empecinada en conseguirme ropa nueva para que no siguiera “restregando los mismos tres trapos de siempre”, a veces se ofrecía a regalarme ropa que a su marido ya no le quedaba, pero yo me negaba.
En alguna ocasión, cuando aún no terminaba de lavar, tomó el balde en el que yo iba apilando la ropa ya lavada y comenzó a tenderla. Cuando me di cuenta, me ruboricé tanto que creí que nunca volvería a recobrar mi color natural, me apenaba tanto que fuera a extender mis interiores horadados… pero después de correr efusivamente para intentar detenerla, descubrí que estaba llorando, su mirada estática en la etiqueta del suéter, de mi suéter.
En ese entonces yo aún era un muchacho que recién se iniciaba en la facultad de ingeniería y ella era ya una señora en sus cuarentas que parecía bien curtida en los avatares de la vida. Me sorprendió verla llorar. Aún más que la vez que vi a mi padre llorar la muerte de su padre con el que no se hablaba desde antes de que yo naciera. No sé porqué el llanto de esta mujer me conmovió tanto, quizá fue porque las lágrimas hicieron ceder las capas industriales de maquillaje barato que siempre llevaba puesto y develaron los restos de un cardenal enraizado. Tomé su rostro con toda la suavidad que le era posible a mis temblorosas manos y con mis dedos recorrí su piel magullada; yo no acostumbro llorar porque los hombres no lloran, pero un par de lágrimas se me escaparon sin avisar, ella se apartó de mí, tomó su canasto y se fue.
Pasaron varios fines de semana en los que no coincidimos más, pero a diario medía mis fuerzas para saberme capaz de acudir en su defensa si se prestaba la ocasión. Aunque, debo admitir, nunca he sido de meterme a donde no me llaman, ni un devoto ferviente de ninguna causa, ni religiosa ni política, ni ideológica, que al final es lo mismo. Soy cabal y educado, ese es mi aporte a la sociedad, ¿de qué habría servido que yo fuera de aquellos molidos a palos en el Jueves de Corpus? ¿o haber sido perseguido, como mi hermano, en la Plaza de las Tres Culturas? No es cobardía, ni indiferencia, es estoicismo, es prudencia.
Pero llegó el momento por el que tanto temía, aquella noche bajaba apresurado la basura, cuando escuché unos desgarradores gritos de auxilio, sabía que era ella; aventé las bolsas y corrí sin pensarlo demasiado a su rescate. Me hervía la sangre.
Al llegar a su apartamento (por no decir cuartucho, como el de todos en aquella vecindad), ya había algunos curiosos asomados desde sus ventanas, pero nadie lo suficientemente comprometido como para intervenir. Para cuando me di cuenta, Cande ya estaba en el suelo, el labio inflamado y sangrante, la blusa desgarrada y el cabello enmarañado. Sin pensarlo demasiado, consumido por la adrenalina del momento, me lancé contra la alimaña colosal que era la pareja de Cande, que pronto me lanzó de un solo golpe contra el suelo, profiriendo toda suerte de disparates y blasfemias que no recuerdo por el aturdimiento que me provocó semejante enfrentamiento.
Al poco ya estaba Cande de rodillas frente a mí, derramando sus concurridas lágrimas en mi cara y palpándome con desesperación, esperando a que respondiera, con la impaciencia de quien necesita que le digan que está todo bien. Yo me levanté aún encolerizado y estaba por soltar un porrazo en la puerta del susodicho, cuando Cande me tomó de la muñeca para detenerme, me dio un beso en la mejilla y comenzó a caminar hacia la salida de la sombría vecindad. Fui tras ella, le ofrecí quedarse en el cuarto que compartía con mis hermanas pero se negó, y, en un intento desesperado por ayudarla, me saqué el suéter y se lo di. “Tú sabes que no puedo aceptar este suéter”, me dijo. “Sí puedes”, le dije. También busqué en mi cartera y le entregué el único billete que tenía de lo poco con lo que mis padres me apoyaban cada mes; “Lo vas a necesitar más que yo”. Cande me dio un fuerte abrazo y luego se marchó.
A los pocos días del terrible acontecimiento, mi novia llegó de visita a la ciudad. Era la primera vez que nos veíamos en meses. Estaba tan contento, paseábamos de la mano por el bosque de Chapultepec cuando se nos acercó un vendedor de rosas; emocionado, me decidí a comprarle una, le pedí que ella la eligiera. Ya la tenía entre sus manos, cuando en mi cartera no encontré el dinero suficiente para pagarla. Fue uno de los momentos más embarazosos que he vivido. Después le conté lo del suéter y unos celos infantiles se apoderaron de ella, estaba segura de que había tenido una aventura con “esa mujer”. Creí que nunca me perdonaría.
Le dibujé una rosa en un intento romántico (mezquino) de compensar por la de aquel día en el parque, se la envié junto con mil perdones redactados de todas las maneras que me fue posible imaginar. Al tiempo, me perdonó. Y no sólo eso, sino que ya entrada en reflexiones, pasé de ser un pedestre infiel, a un superhéroe bondadoso y de gran corazón.
Tiempo después, una vez terminado mi examen profesional, me regresé a mi pueblo y le propuse matrimonio, ella aceptó y a los pocos meses de haber conseguido un trabajo estable ya estábamos planeando la boda.
Decidí regresar a la capital en búsqueda de un esmoquin para el magno evento. No estaba para derrochar, pero después de recorrer un sinnúmero de tiendas de precios moderados, terminé en un Palacio de Hierro con el único esmoquin que logró hacerme sentir satisfecho de ser su portador. Pero claro, excedía mi presupuesto. Estaba por darme por vencido cuando escuché una voz familiar a mis espaldas, “Te queda muy bien”. La vi en el reflejo del espejo, sonriente; Cande, con su inigualable cabellera recogida en un chongo, perfectamente peinado, portaba el uniforme de la tienda departamental. Mi rostro era una mezcla extraña de alegría y sorpresa contenida, me giré hacia ella, “Gracias, ¿cómo está?”, le extendí la mano y ella me devolvió el cordial saludo. “Mucho mejor que la última vez que nos vimos, eso es seguro. Y ahora veo que tú estás mejor que nunca, ¿no? Supongo que la novia sigue siendo la misma.” “Sí, la misma”, sonreí con timidez. “Sabía que te perdonaría. ¿Entonces te lo llevas?” dijo señalando el esmoquin y yo no sabía qué inventar, no quería decirle que no se adecuaba a mi presupuesto, quería aparecer ante ella como un hombre maduro y exitoso. Antes de que pudiera decir nada, retomó la palabra, “Permíteme pagarlo yo, al trabajar en la tienda me hacen un 50% de descuento, ya solo tendrías que pagar la mitad y yo podría agradecerte lo que hiciste por mí aquella vez. Por favor acepta”. Acepté.
El esmoquin llegó a mi domicilio en provincia unas semanas después, lo habían retenido en la tienda para hacerle los ajustes pertinentes y me resultó conveniente para no tener que cargar con él en el camión. Al abrir la caja y sacar el saco para comprobar que la talla era la correcta y estaba todo en orden, descubrí que tenía una etiqueta que parecía desgastada, la miré con atención, decía “TE AMO”; era la vieja etiqueta del suéter, de mi suéter.