Matar al dragón

Celuloide Latino

Por: Grace Ríos
@gracebud_

Matar al dragón (2019), de Jimena Monteoliva.

Ver una película de terror, en la actualidad, se ha convertido en un reto para los más valientes. Y no me refiero sólo en el sentido de enfrentarse a las imágenes e historias de monstruos que nos quitarán el sueño por la noche; sino precisamente todo lo opuesto: que uno termina riendo en lugar de asustado, o decepcionado de no haber experimentado ninguna de las emociones propias del cine de terror: miedo, tensión, intriga, el cardio del día.

Matar al dragón es una de esas películas que le apuestan al género, utilizando elementos fantásticos para envolver metáforas sociales que podrían resultar aún más terroríficas si no estuvieran impregnadas de la cotidianidad que banaliza, a los ojos de muchos, hasta los actos más violentos.

En la película, Helena se reencuentra con Facundo, su hermano, después de haber estado 20 años…

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Retratos de un país roto: rumbo al Ariel 2020

Celuloide Latino

Foto de encabezado: Fotograma de Dalia sigue aquí

Por: Grace Ríos
@gracebud_

Siguiendo el esquema de premiación hegemónico de la Academia estadounidense, la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) realiza cada año una ceremonia de premiación en la que se entrega el Ariel –la estatuilla homóloga del Oscar– a lo mejor del cine mexicano. Este tempestuoso 2020, la AMACC se unió al modelo de distribución en línea que han propuesto varios festivales a nivel internacional, poniendo a disposición del público, de manera gratuita, las películas nominadas al Ariel en sus diferentes categorías; de forma que el acceso a proyectos que quizá de alguna otra manera no habrían sido accesibles, han estado a la distancia de un click para aquellos que contamos con conexión a internet.

Fue así como pude ver tres cortometrajes que desde tres miradas, técnicas y géneros distintos abordan un mismo tema: las desapariciones forzadas en…

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Me olvidé de vivir

Celuloide Latino

Ilustración de Benjamin Cobos / @bencob

Por: Graciela Ríos
@gracebud_

Las niñas bien (2017), de Alejandra Márquez Abella.

Antes de ver algo, escuchamos en off las preocupaciones y ensoñaciones banales de una mujer que ya nos podemos imaginar. Indudablemente, desde ese primer momento emitimos un juicio que enseguida se refuerza con imágenes y nos hacen testigos del ritual de belleza de Sofía y su vanidad multiplicada por una serie de espejos; el mito de narciso reflejado en el título que ahora ocupa la pantalla: Las niñas bien.

La película dirigida por de Alejandra Márquez Abella, es un rayo de luz entre la vorágine de refritos estelarizados por Omar Chaparro y Martha Higareda; comedias mexicanas herederas de las telenovelas, donde el rico es malo y tonto porque es rico, y el pobre es bueno y listo porque es pobre. En las que lejos de representar una sátira inteligente y concienzuda…

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RECSisters: Sororidad y paridad salarial en el medio audiovisual

Celuloide Latino

Por: Graciela Ríos
@gracebud_

Melissa González es asistente de cámara y dirección en Colombia, país en el que surgió RECSisters, un colectivo que busca la paridad de género y generar condiciones libres de acoso, abuso y discriminación en el gremio audiovisual. 

El nombre del colectivo hace alusión a la leyenda que aparece en cámara una vez que se empieza a grabar: REC. Son las hermanas –sisters– de profesión y vida quienes se han unido para visibilizar lo que ocurre también detrás de cámaras. Melissa platica que todo inició cuando “una compañera de nosotras sufrió una situación de acoso sexual laboral y fue de las primeras personas que realmente puso una denuncia formal y el caso salió a la luz”.

La denuncia trajo consigo una de las consecuencias más comunes cuando un evento de este tipo se hace público: la segregación laboral. A raíz de su denuncia, la dejaron de…

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Crecer es difícil: 25 grandes películas de enseñanza adolescente (coming of age)

ZoomF7

Irving Javier Martínez (@IrvingJavierMtz)

¿Qué significa ser adolescente? El concepto depende de la cultura y el periodo histórico. Antes del siglo XX, la “adolescencia” era inexistente, pues la transición de la infancia a la adultez era casi directa, sin escalas. Como lo señala Derek Thompson en Hit Makers, el término apareció en 1900, pero fue hasta después de la Segunda Guerra Mundial que a los jóvenes les fueron reconocidos sus derechos, otorgados por la reciente ilegalidad del trabajo infantil. Además, debido al modelo económico de producción masiva activado por la guerra, los jóvenes pasaron a conformar un nicho más en la emergente industria del consumo y la generación de tendencias.

El sistema educativo (implementado a inicios de siglo) también influyó en la división del alumnado por guetos: secundaria y preparatoria (middle school y high school). Estos espacios, alejados del hogar y con largos ratos dedicados al ocio…

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Carne: el aclamado corto documental animado de la brasileña Camila Kater — Celuloide Latino

Por Graciela Ríos @gracebud_ La directora brasileña Camila Kater ha llevado la representación latina femenina a los festivales de cine más prestigiosos alrededor del mundo; entre los que destacan el Festival de Cine de Locarno, el TIFF (Toronto International Film Festival) y el Festival Internacional de Animación en Annecy. Su cortometraje documental, Carne (2019) presenta testimonios de varias mujeres que atraviesan por diferentes etapas y procesos del…

a través de Carne: el aclamado corto documental animado de la brasileña Camila Kater — Celuloide Latino

Cande

Recuerdo bien que su cabello resultaba inconfundible. Era rojo y rizado como el de mis hermanas, pero su cadencia tenía algo particular, no se parecía a ningún otro que haya visto antes.

Era menester encontrarnos los fines de semana; coincidíamos en los tendederos de la vecindad. Ella tendía la ropa siempre tarareando alguna canción que yo nunca lograba atinar, mientras yo tallaba el único suéter que tenía, el que me había regalado mi novia; ella misma lo había tejido y le había zurcido una etiqueta que decía “Te amo”.

Candelaria, o “Cande”, como insistía en que la llamara, estaba empecinada en conseguirme ropa nueva para que no siguiera “restregando los mismos tres trapos de siempre”, a veces se ofrecía a regalarme ropa que a su marido ya no le quedaba, pero yo me negaba.

En alguna ocasión, cuando aún no terminaba de lavar, tomó el balde en el que yo iba apilando la ropa ya lavada y comenzó a tenderla. Cuando me di cuenta, me ruboricé tanto que creí que nunca volvería a recobrar mi color natural, me apenaba tanto que fuera a extender mis interiores horadados… pero después de correr efusivamente para intentar  detenerla, descubrí que estaba llorando, su mirada estática en la etiqueta del suéter, de mi suéter.

En ese entonces yo aún era un muchacho que recién se iniciaba en la facultad de ingeniería y ella era ya una señora en sus cuarentas que parecía bien curtida en los avatares de la vida. Me sorprendió verla llorar. Aún más que la vez que vi a mi padre llorar la muerte de su padre con el que no se hablaba desde antes de que yo naciera. No sé porqué el llanto de esta mujer me conmovió tanto, quizá fue porque las lágrimas hicieron ceder las capas industriales de maquillaje barato que siempre llevaba puesto y develaron los restos de un cardenal enraizado. Tomé su rostro con toda la suavidad que le era posible a mis temblorosas manos y con mis dedos recorrí su piel magullada; yo no acostumbro llorar porque los hombres no lloran, pero un par de lágrimas se me escaparon sin avisar,  ella se apartó de mí, tomó su canasto y se fue.

Pasaron varios fines de semana en los que no coincidimos más, pero a diario medía mis fuerzas para saberme capaz de acudir en su defensa si se prestaba la ocasión. Aunque, debo admitir, nunca he sido de meterme a donde no me llaman, ni un devoto ferviente de ninguna causa, ni religiosa ni política, ni ideológica, que al final es lo mismo. Soy cabal y educado, ese es mi aporte a la sociedad, ¿de qué habría servido que yo fuera de aquellos molidos a palos en el Jueves de Corpus? ¿o haber sido perseguido, como mi hermano, en la Plaza de las Tres Culturas? No es cobardía, ni indiferencia, es estoicismo, es prudencia.

Pero llegó el momento por el que tanto temía, aquella noche bajaba apresurado la basura, cuando escuché unos desgarradores gritos de auxilio, sabía que era ella; aventé las bolsas y corrí sin pensarlo demasiado a su rescate. Me hervía la sangre.

Al llegar a su apartamento (por no decir cuartucho, como el de todos en aquella vecindad), ya había algunos curiosos asomados desde sus ventanas, pero nadie lo suficientemente comprometido como para intervenir. Para cuando me di cuenta, Cande ya estaba en el suelo, el labio inflamado y sangrante, la blusa desgarrada y el cabello enmarañado. Sin pensarlo demasiado, consumido por la adrenalina del momento, me lancé contra la alimaña colosal que era la pareja de Cande, que pronto me lanzó de un solo golpe contra el suelo, profiriendo toda suerte de disparates y blasfemias que no recuerdo por el aturdimiento que me provocó semejante enfrentamiento.

Al poco ya estaba Cande de rodillas frente a mí, derramando sus concurridas lágrimas en mi cara y palpándome con desesperación, esperando a que respondiera, con la impaciencia de quien necesita que le digan que está todo bien. Yo me levanté aún encolerizado y estaba por soltar un porrazo en la puerta del susodicho, cuando Cande me tomó de la muñeca para detenerme, me dio un beso en la mejilla y comenzó a caminar hacia la salida de la sombría vecindad. Fui tras ella, le ofrecí quedarse en el cuarto que compartía con mis hermanas pero se negó, y, en un intento desesperado por ayudarla, me saqué el suéter y se lo di. “Tú sabes que no puedo aceptar este suéter”, me dijo. “Sí puedes”, le dije. También busqué en mi cartera y le entregué el único billete que tenía de lo poco con lo que mis padres me apoyaban cada mes; “Lo vas a necesitar más que yo”. Cande me dio un fuerte abrazo y luego se marchó.

A los pocos días del terrible acontecimiento, mi novia llegó de visita a la ciudad. Era la primera vez que nos veíamos en meses. Estaba tan contento, paseábamos de la mano por el bosque de Chapultepec cuando se nos acercó un vendedor de rosas; emocionado, me decidí a comprarle una, le pedí que ella la eligiera. Ya la tenía entre sus manos, cuando en mi cartera no encontré el dinero suficiente para pagarla. Fue uno de los momentos más embarazosos que he vivido. Después le conté lo del suéter y unos celos infantiles se apoderaron de ella, estaba segura de que había tenido una aventura con “esa mujer”. Creí que nunca me perdonaría.

Le dibujé una rosa en un intento romántico (mezquino) de compensar por la de aquel día en el parque, se la envié junto con mil perdones redactados de todas las maneras que me fue posible imaginar. Al tiempo, me perdonó. Y no sólo eso, sino que ya entrada en reflexiones, pasé de ser un pedestre infiel, a un superhéroe bondadoso y de gran corazón.

Tiempo después, una vez terminado mi examen profesional, me regresé a mi pueblo y le propuse matrimonio, ella aceptó y a los pocos meses de haber conseguido un trabajo estable ya estábamos planeando la boda.

Decidí regresar a la capital en búsqueda de un esmoquin para el magno evento. No estaba para derrochar, pero después de recorrer un sinnúmero de tiendas de precios moderados, terminé en un Palacio de Hierro con el único esmoquin que logró hacerme sentir satisfecho de ser su portador. Pero claro, excedía mi presupuesto. Estaba por darme por vencido cuando escuché una voz familiar a mis espaldas, “Te queda muy bien”. La vi en el reflejo del espejo, sonriente; Cande, con su inigualable cabellera recogida en un chongo, perfectamente peinado, portaba el uniforme de la tienda departamental. Mi rostro era una mezcla extraña de alegría y sorpresa contenida, me giré hacia ella, “Gracias, ¿cómo está?”, le extendí la mano y ella me devolvió el cordial saludo. “Mucho mejor que la última vez que nos vimos, eso es seguro. Y ahora veo que tú estás mejor que nunca, ¿no? Supongo que la novia sigue siendo la misma.” “Sí, la misma”, sonreí con timidez. “Sabía que te perdonaría. ¿Entonces te lo llevas?” dijo señalando el esmoquin y yo no sabía qué inventar, no quería decirle que no se adecuaba a mi presupuesto, quería aparecer ante ella como un hombre maduro y exitoso. Antes de que pudiera decir nada, retomó la palabra, “Permíteme pagarlo yo, al trabajar en la tienda me hacen un 50% de descuento, ya solo tendrías que pagar la mitad y yo podría agradecerte lo que hiciste por mí aquella vez. Por favor acepta”. Acepté.

El esmoquin llegó a mi domicilio en provincia unas semanas después, lo habían retenido en la tienda para hacerle los ajustes pertinentes y me resultó conveniente para no tener que cargar con él en el camión. Al abrir la caja y sacar el saco para comprobar que la talla era la correcta y estaba todo en orden, descubrí que tenía una etiqueta que parecía desgastada, la miré con atención, decía “TE AMO”; era la vieja etiqueta del suéter, de mi suéter.

Fortuito

El colosal árbol de tamarindo

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El tamarindo había estado ahí desde siempre. Para mí «siempre» es desde que mi abuela era joven.

Nos gustaba mucho porque daba buena sombra, sobre todo bienvenida en los calurosos días de verano en el norte. A veces, los recogíamos para que los hicieran agua. Otras veces nos los comíamos como golosinas, haciendo concursos a ver quién resultaba ser el más estoico, el que resistiera a su acidez sin hacer un solo gesto. Yo casi siempre perdía.

Había veces en que el tamarindo no era tan querido. En los paseos cotidianos a veces camuflageados en el suelo café rojizo, se volvían invisibles a la vista pero no al tacto. Y ahí andaba uno con la fruta pegada a la suela del zapato, caminando incómodo y ruidoso. Parecía que el piso y la suela se fundían en un beso que parecía interminable, aún cuando mi ímpetu de separarlos era cada vez más imperioso.

El colosal árbol de tamarindo también era despreciado cuando había que barrer sus diminutas pero abundantes hojitas por todo el patio. A veces, al caer simulaban una lluvia inesperada y pletórica que lisonjera se anidaba en los cabellos.

A mí me gustaba el tamarindo. Y alguna vez su color me sirvió de ejemplo para cuestionar a mi padre acerca de algo que me inquietaba. Al estar sentada sobre su regazo, mi piel morena contra su piel de nieve.

— Papá, ¿por qué tu piel es blanca y la mía es así?

—¿Así cómo?

— Como… Color tamarindo.

Pero un día el tamarindo me traicionó. Quizá no fue su culpa que alguien más lo encontrara tan portentoso. Unos pequeños pérfidos animales encontraron en él el lugar idóneo para morar. Y como si aquella mítica lluvia de hojas se hubiese convertido en caballo de Troya, cayó sobre mí un poderoso atacante. Uno bastó. El centruroide clavó la espina, el veneno me hizo hervir la sangre, dejé de sentir mi cuerpo, cada milímetro transitado por la ponzoña era un enfrentamiento con la mirada pulverizante de Medusa. Mi piel se envilecía perdiendo su color tamarindo. El antídoto, el revulsivo, el contra veneno perseíco que sabe que de la misma bestia manan del lado izquierdo un veneno mortal y del derecho el elixir con el poder de resucitar a los muertos,  reavivó mi figura que parecía ya exánime.

Al despertar, casi por inercia caminé hacia el patio sólo para atestiguar la ignición del que desde siempre había estado ahí.

—Ahora plantaremos un naranjo, me dijeron.

Dibujo: EGD.

CREÍ QUE ERAS TÚ

creí que eras tú

Caminé y caminé por este camino oscuro, lleno de tierra, piedras y matas. Me habían dicho que los muertos se aparecen en los caminos despoblados de noche. En los caminos así como este.

Yo ya había hecho de todo para volverte a ver y nada me había funcionado; ni altares, ni ofrendas, ni brujos. Pero todos aseguran que si estás de noche en este camino, se te aparecen los muertos.

Y si no te me apareces tú y se me aparece otro, pues te mando llamar, les digo que te avisen que aquí está tu hijo el Manuel, esperándote. No sé bien cómo funciona esto de las apariciones, pero seguro te enteras de que está tu hijo el Manuel esperándote y cruzas el cielo para venir a verme.

Por eso camino por aquí, aunque me tiren de loco y se me llenen los pantalones de alhuates y los huaraches de piedras. Me siento a esperar. El viento gruñe y los grillos cantan. El frío cala pero tú no te apareces, ni nadie.

Muchos también me preguntan que si no le tengo miedo a los muertos y yo les digo que le tengo más miedo a no volverte a ver. Sólo yo sé porqué no me despedí de ti. Y yo sólo a ti te puedo confesar que ya no tengo ganas de vivir y, tal vez, así como me diste la vida sin pedírtela, podrías quitármela, a petición.

Pero también dicen que los muertos no se le aparecen a los que no les tienen miedo. Yo no creo eso. Si acaso los muertos se aparecen cuando no saben que están muertos; no para matarte de un susto.

Y si no eres tú, lo que yo no sé es cómo voy a reconocer al muerto cuando se me aparezca, ¿cómo voy a saber que el muerto es él y no yo? Pero si me encuentro con alguien más en este camino, es porque está muerto o no le tiene miedo a los muertos y anda buscando a alguien, como yo.

Cuando de pronto la vi, creí que eras tú, hasta que la tuve lo suficientemente cerca para que la luz de la luna, que estaba llena, iluminara su rostro todo magullado. Su ropa rasgada y sus zapatillas desvencijadas. Supe que no estaba muerta porque los muertos no sangran.

—¿Tú también andas buscando amor, valedor?—me dijo.

Le dije que andaba buscando a la muerte y, con una sonrisa deshecha, me respondió que ya la tenía enfrente.

 

Dibujo: EGD

Flores artificiales

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Fotografía de Flor Garduño

Mi nombre es Miguel Baltazar. Estoy en el panteón. Hoy por fin encontré LA tumba, su tumba. Es humilde, tiene una placa de cemento en la que sólo se lee su nombre, «Miguel Baltazar». No hay rastros de flores, sólo una veladora rota con un Sagrado corazón estampado apenas visible.

Pensé que nunca llegaría este día. La encontré, después de recorrer tantos panteones, tantos caminos de cruces… Quiero encontrar mi identidad, decía a los panteoneros; ¿Y la vas a encontrar entre los muertos?, me respondían.

Cuando creces así, solo como yo, necesitas saber de dónde vienes. Siempre quise hablar con mi padre y al fin lo tenía delante de mí, porque aunque ya está bajo tierra, dicen que los muertos escuchan, y yo lo creo.

Ahorré para comprarle una corona de flores artificiales, esas no se marchitan con el tiempo.

Todos dicen que los hijos tienen los mismos nombres que los padres, eso yo también lo creo. Por eso esta tumba no puede ser de nadie más que de mi padre.

«Miguel Baltazar», o tal vez le estoy llorando a mi propia tumba.